El dolor de la guerra civil

Las guerras civiles no se olvidan fácilmente, tal vez nunca: a diferencia de otro tipo de guerras, su efecto persiste a lo largo de muchas generaciones». La cita es de E.L. Doctorow en sus reflexiones sobre la Guerra de Secesión norteamericana. La guerra civil que asoló Mozambique entre 1975 y 1992 tuvo, sin embargo, una singularidad: no fue comprendida por los que en ella lucharon; y un efecto inmediato: las ganas de olvidarla. No obstante, hay algo que se aferra en el subconsciente colectivo y se resiste al olvido, 14 años después: el miedo.

No fue fácil encontrar a ex combatientes que quisieran contar su experiencia. Tuvimos que internarnos en la floresta y sus aldeas, lejanas e ignorantes de las políticas concretas que hoy mueven el país, para localizar a quienes se avinieron a contar el horror de la lucha fraticida sufrido en sus vidas personales.

La Historia reciente de este país bañado por el océano Indico es la historia de tres guerras consecutivas: la primera contra el colono portugués, la segunda entre hermanos y la tercera, hoy, contra el sida.

La historia de la descolonización de Mozambique se escribe con idénticas letras al resto de procesos de independencia africanos: el país queda al albur de una desorganización inoperante y una burocracia y corrupción rampantes, asesorado en este caso por la extinta URSS. Lo primero fue nacionalizar la propiedad y lo segundo, introducir técnicos y asesores procedentes del arco político marxista.

Las vecinas Sudáfrica y Rhodesia (hoy Zimbawe), comandadas por gobiernos racistas pro apartheid, vieron peligrar la hegemonía capitalista y librecambista en su área de influencia. Como reacción a ello, crearon una guerrilla de corte derechista, la Resistencia Nacional Mozambiqueña o RENAMO que, ignorante de su propio destino, se lanzó a una guerra ciega y fraticida.

Su resultado, 17 años después: un millón de muertos, tres millones y medio de desplazados internos, dos millones de refugiados, 15.000 millones de dólares en pérdidas económicas cuantificables, más de 10.000 muertes a consecuencias de los dos millones de minas antipersona sembradas por todo el país (persisten aún zonas minadas) y, en definitiva, un país mísero y desintegrado.

Provincia de Sofala, interior del país, un lugar llamado Caia.La población vive en chozas de paja y suelo de arcilla negra organizada por familias; cada familia, un claro en la vegetación y varias casas, la principal, del hombre, las secundarias, de sus esposas, y una más para los hijos. Cuanto más posee el hombre, más amplio es su terreno, más pallotas (chozas) lo pueblan y más numerosas son las huertas o machambas que cultivan sus mujeres: la tierra en Mozambique no tiene más propiedad que aquella de quien la cultiva.

Manuel Kembo vive con una sola mujer y sus seis hijos. Se casó tarde, con 41 años, en un país donde lo normal es hacerlo en torno a los 20, porque el matrimonio es el eje de su economía de subsistencia: los hombres mandan y ordenan, y pagan un óbolo (dote) para comprar a las mujeres que labrarán su tierra y procurarán el agua y le darán muchos hijos en previsión de que algunos, con certeza, morirán niños.

Kembo nació en 1941, fue siempre un hombre de campo, y luchó con las guerrillas unidas en la FRELIMO contra el colonialismo portugués, hasta la independencia del país en 1975. Lo peor estaba por llegar: las potencias vecinas eligieron las provincias centrales para afianzar su ejército contra el poder prosoviético, y así, la provincia de Sofala se convirtió en uno de los bastiones de la RENAMO. «Pasé 15 años viviendo a escondidas en el campo, como un animal, hasta que desde el partido me movilizaron».

La opción no era libre, había que luchar, en el bando que fuera, contra el vecino, porque, como explica Kembo, «en la guerra no hay hermanos: éste tiene un arma y por tanto es un enemigo».Dos años antes habían matado a su hermano pequeño, 26 años: «Es el peor recuerdo que tengo de la guerra: perdí a mi hermano, perdí lo poco que tenía, en una guerra sin beneficio que no sirvió para nada».

Cuando se firmaron los acuerdos de paz, en 1992, la ONU cambió armas por azadones y aperos de labranza. Manuel Kembo fue uno de los miles de hombres que hicieron cola para entregar su arma, «entonces me quedé libre», así lo sintió, y pudo volver a su tierra, y casarse y hacer una vida, tardía.

Kembo aún pertenece a la célula local de la FRELIMO, hoy partido político, pero no guarda rencor alguno a su vecino: estrecha con convencimiento la mano del enemigo que nunca comprendió por qué lo era.

Su vecino se llama Batista Samo y fue militar de vocación juvenil.Nació en 1962 y con 18 años lo llamaron a filas en su distrito, Caia, aguerrido bastión de la RENAMO. Luchó durante 13 años, los que quedaban de contienda. Huérfano de madre, su padre murió en tiempos de guerra y su única familia restante, su hermano mayor, constituye aún hoy la culpa y pesadilla de sus sueños.
Andaba él de campaña cuando la FRELIMO hizo una incursión en la aldea: lo buscaban; irrumpieron en su casa y encontraron al hermano, lo torturaron para arrancarle información sobre el paradero de Samo, pero nada debía de saber el hombre, porque lo sacaron al campo y allí mismo lo mataron, tenía 25 años. Era 1983 y aún quedaban nueve años de guerra fratricida de la que nadie podía desertar, a los desertores los cogían por los caminos, los llevaban al cuartel y de algún modo los convencían para luchar, porque nadie osaba volver a intentarlo.
«Es el único recuerdo que tengo de la guerra», cuenta hoy Samo.«Nos matábamos entre hermanos sin saber ni entender por qué».Él quería ser militar, pero dejó el Ejército en cuanto la ONU le ofreció un azadón y la posibilidad de otra vida, en paz y libertad. Hoy tiene esposa, cinco hijos, y trabaja como pistero en una explotación maderera, abriendo caminos y escogiendo los árboles propicios para convertirlos en tarimas y suelos para la exportación. «La guerra a cambio de tanta muerte no nos dejó nada», apenas un denso poso de tristeza en la mirada de estos dos hombres. Y una miseria indescriptible.

El fin de la guerra fue posible gracias a un golpe de timón de la política gobernante. En el último congreso de la FRELIMO antes de la paz, la dirección del partido suavizó sus consignas marxistas-leninistas dando paso a una ideología en la que por vez primera se contemplaba la economía de libre mercado.

Se abría el camino a la paz: los acuerdos de Roma se firmaron el 4 de octubre de 1992. Era el fin de una guerra devastadora y absurda, una de las más largas que jamás haya asolado el territorio africano. El fin de una guerra entre hermanos jamás comprendida.

· MOZAMBIQUE (1975-1992). Un millón de muertos, dos millones de refugiados; 15.000 millones de dólares en pérdidas.

Comentarios

CAEZA DE VACA dijo…
¿¿¿QUE PASA.......... FIFIRIFIFI???
PUBLICA ESA HISTORIA......ES LA OFENZA MAS BIZARRA Y SURREALISTA Q HE ESCUCHADO..... LOS ESCUPOS Y LAS PATADAS EN LA RAJA YA QUEDAN EN SEGUNDO LUGAR

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